La Gaveta

Posted by Ricardo Robles | Posted in | Posted on jueves, abril 15, 2010

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Las Gatas

A las primas les decían ‘las gatas’, pues para Tere y Pila su contacto con el exterior se veía reducido la mayor parte del año a asomarse por la ventana, añorando andar por las calles de aquel pueblo minero. Picón o conchas, café con leche y gruesas largas ropas de dormir eran los testigos de sus murmullos nocturnos; El Stromberg Clarson lo más valioso en la sala; las estaciones de la gran Ciudad de México les entretenía con el progreso que traía Tata Lázaro al país y las canciones de Javier Solís a quien llamaban ‘la voz de terciopelo’.

Ese año había sido esperado con gran emoción: el padre de estas niñas un año atrás le prometió a Teresa festejar su cumpleaños con misa y un desayuno. La idea se debió a la erupción de orgullo familiar en la sangre de aquel hombre, a consecuencia de haber escuchado recitar a Tere a caso de rosas blancas y gorriones en el festival escolar. La fiesta tendría lugar el primer día de junio, y aunque se decía que aquel hombre era de palabra, las niñas conocían a su padre y mantenían viva la ilusión sosteniendo la fantasía en sus corazones; pues la parte más suculenta de la promesa era conocer el mar, ese cuerpo de agua que cubre al planeta entero. El océano para ellas –especialmente para Teresa– era un mar de picassos que de sólo imaginarlo se le torcían las ideas entre marineros, buques, piratas y sirenas.

Los ingenieros de la compañía –que apenas habían llegado en Diciembre– ya les pretendían con la mirada y algún cumplido que apenas respondían. Su padre, un viudo y bebedor, llevaba cuatro días sin llegar a casa; ellas callaban en un miedo rencoroso y compasivo, resultado de sabrá Dios qué. El hombre de fuerte y respetado apellido era severo con ellas y su mano era tan gruesa como el cuero de los puercos de Elías. Temerosas de Dios, tras pretextos de mercería, lograban salir en fechas de fiestas patronales, pero antes de que se prendiera fuego al castillo estaban de regreso a sus cortinas mamey, la cuetiza les despertaba hormigueo en el vientre y se tapaban la boca para que sus risas no llegaran a oídos de su amado custodio. Ellas deseaban con igual fuerza experimentar el afuera como consolar el corazón de su padre marchito.

La bien entrada primavera había apaciguado los ventarrones secos y helados, el sábado fueron llevadas al rancho, junto a Ana María, la hija del tío Nicolás. El aire que respiraban era cálido y perfumado, las tres primas mientras corrían y cortaban flores hablaban de los atrevimientos que tenían para con ellas Méndez, González, de la Mora y de un gringo pecoso de apellido impronunciable; quejumbrosas y sonrojadas reían recordando, e imaginaban lo que podría suceder si asistieran al ya muy próximo festejo de Teresa. Aquel día las carcajadas confabularon con sus tobillos, y un mal paso hizo que Pila –la más morena del trío– callera al arroyo seco. Su pierna se rompió sobre una piedra afilada y su hueso astillado se podía ver en el vértice de lo que parecía una segunda rodilla. Ana María se quedó como cantera de catedral mientras lloraba y Teresa –la más vivita de las tres– se arrancó en sus zapatillas blancas, consiguió la asistencia del viejo arriero quien llevó a su hermana herida a donde su padre. Él la recibió con una guajolotera como penca de nopal: "paque aprendiera". Ana María lloraba cada vez más fuerte, pero a ella no se le dirigió siquiera la palabra, él nunca tocaría a la hija de su hermano. El doctor Padilla se llevó todos los pesos del bolsillo del padre. Para fines de abril ya había pagado dos veces el esperado festejo y el viaje a la playa: la primera en el juego, la segunda en el hospital del estado. Esa tarde en el rancho fue la última vez que llenaron un costal de pura manzanilla.

Seis meses adelante su padre que no salía de la tristeza de la muerte su esposa Teresa terminó por ahogarse en mezcal y pasada la primavera de las primas, quedaron aventadas a la libertad. Una libertad de un largo luto, casi cinco años de negro vistieron las hermanas, fue cuando se ganaron otros apodos que no conozco. Tere, la mayor había terminado la secundaria y consiguió el trabajo en Teléfonos de México del que se jubiló todavía joven; con ese dinero compran calabaza, ate de membrillo y leche para acompañar las conchas y picones, además la cuenta telefónica para ellas no existe, y aunque existiera no tienen a nadie a quien llamar. Pila se hizo tan diestra en punto de cruz que hoy todavía le encargan carpetitas para regalar. Ana María como sus primas está hecha una viejita, pero cada año cumple su promesa adolescente de ir a visitarlas. Ninguna se dejó convencer por los atrevidos jóvenes, que luego fueron viejos sinvergüenzas. Cuando están juntas escuchan discos antiquísimos y platican de las tardes en el rancho como si hubiera sido ayer. No hablan ni hablarán de aquella caída, ni del festejo de quince años y mucho menos del viaje a la playa. Se sabe que mientras la pequeña convalecía en casa ambas permanecieron bajo castigo, y que rezan siempre por el alma de su padre, de hecho cada domingo después de misa llevan flores a su lápida. Compraron la tierra de a un lado y cuando mueran serán enterradas junto a él. Al final de cuentas: ¿dónde más podrían estar? Hoy solo los más viejos saben de su viejo apodo.

Mi abuela, Ana María, me contó ésta historia saliendo de casa de las primas y ya casi llegando a la ‘nueva plaza’ del pueblo entendí porqué los ojos negros y hundidos de Pila se llenaron de mar –ese que nunca conocieran– al despedirse de nosotros detrás de las cortinas: nosotros estábamos fuera.

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